La pregunta que da título a la entrada de esta semana tiene su miga, aunque quizá no tanta como la que tiene su respuesta. De hecho, se trata de un debate que durante largo tiempo se ha mantenido en el mundo de la lingüística (y que incluso ha saltado a la sociedad en general), sin que hoy por hoy se haya alcanzado claro consenso al respecto.
Uno de los argumentos más célebres que se esgrimen para afirmar que nuestro idioma es sexista consiste en que las palabras ligadas a atributos masculinos se usan para designar cosas positivas y las ligadas a atributos femeninos se usan solo para lo negativo. Ahí tenemos la palabra “cojonudo” (estupendo) frente a “coñazo” (tedioso), sin ir más lejos. Claro que este argumento no acaba de sostenerse, cuando pensamos en expresiones que pueden usarse de forma tanto positiva como negativa: si decimos de alguien “qué cojones tiene…”, podemos estar admirando su valentía, aunque también puede que estemos criticando su desfachatez, depende del contexto. Y luego hay palabras ligadas a atributos masculinos que describen una realidad claramente negativa, como el adjetivo “huevón”, que denota la pereza o pobreza de iniciativa de a quien se le aplica.
De un modo similar, también se esgrime el argumento de que la supuesta “deshonra” de la mujer se use como insulto. Y tal vez ahí la cosa sí esté más complicada de desmontar. Lo vemos en la expresión “hijo de puta” (menudo circunloquio para herir el ego masculino…). O en pares de palabras que tienen un signo totalmente opuesto según el género: “zorro” (astuto) frente a “zorra” (puta). Claro que también tenemos pares de palabras que, de forma tradicional y según el contexto, han tenido usos despectivos en ambos géneros: “perro/perra”…, aunque, sí, una vez más, en el caso femenino tiene unas connotaciones sexuales de las que carece el masculino.
Y hablando de pares: ¿qué podemos decir de ese “sexo fuerte” (el masculino, cómo no) frente a “sexo débil” (el femenino, faltaría más)? Cierto que, hoy por hoy, el DRAE recoge sus usos como irónico en el primer caso y despectivo o discriminatorio en el segundo. Pero insistimos: hoy por hoy. No viene de hace tiempo.
Caso aparte sería el llamado masculino genérico, con el que se incluye cualquier género. Aunque cabría preguntarse hasta qué punto tiene razón de ser que sigamos usando con tal sentido “el hombre” (por mucho que la primera acepción con la que el DRAE recoge este sustantivo sea “ser animado racional, varón o mujer”), cuando podemos decir “las personas”, “los seres humanos” o “la humanidad”. Habrá quien critique que ese “el hombre” genérico ya suena incluso un poco rancio. Y quizá no le falte razón.
Por otro lado, cabría preguntarse por qué sigue existiendo la necesidad de forzar una distinción entre “modista” y “modisto” (echa un vistazo a las inexistentes diferencias entre sus respectivas acepciones en el DRAE, que te vas a llevar una sorpresa), cuando jamás se ha tenido necesidad de forzar una absurdísima distinción entre “economista” y “economisto” o entre “periodista” y “periodisto”. ¿A qué atiende que sí se haya necesitado (y recogido) esa forzadísima distinción entre “modista” y “modisto”? Ahí dejamos la pregunta retórica, pero lo que está claro que para algunos usos forzados hay más manga ancha que para otros.
Y hablando de usos forzados, donde quizá la solución sí se nos dificulte un poquito más (lo justo, no vayas a creerte) es en otro tipo de desdoblamientos de género. Aunque en eso no vamos a ahondar hoy, dado que ya lo hicimos en otra entrada de este mismo blog: https://edicionesnemo.es/el-desdoblamiento-de-genero
Podríamos seguir poniendo ejemplos, pero tal vez con esto baste para retomar la pregunta inicial: ¿es sexista nuestro idioma? Seguro que a estas alturas no lo tienes claro del todo. Y debemos admitir que tampoco nosotros. Hay quien asegura que el sexismo no está en el idioma, sino en el uso que de él hacemos; que es la realidad la que conforma las palabras, no al revés. Claro que también hay quien afirma que ninguna palabra es inocua, que todas ayudan a moldear de algún modo la realidad, aparte de describirla. Sea como sea, lo que está claro es que toda lengua es un ente vivo, cambiante. Y la nuestra no es una excepción. ¿Recuerdas cuando hablábamos de la expresión “qué cojones tiene…”? Podía ser tanto positiva (qué valiente) como negativa (qué desfachatez). Pues hoy también tenemos su equivalente femenino, quizá impensable hace dos siglos: “qué ovarios tiene la tía…”. Ahora solo falta esperar a que el DRAE recoja las respectivas acepciones nuevas. Tomemos asiento.

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