Casi todas las obras literarias que se editan deben atravesar un minucioso proceso (o minucioso debería ser) antes de imprimirse en papel o subirse a la nube en su versión digital. Sin embargo, por minucioso que sea ese proceso, nada garantiza que la obra en cuestión llegue a manos de los lectores limpia de errores. Cuántas veces no habrás detectado una tilde donde no toca, la ausencia de una hache donde esta sí tocaba o una palabra que se emplea de forma errónea… Dicen que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo, pero más pronto se pilla un gazapo (y eso que estos “conejillos” corren con patas bien ligeras, valga el juego semántico).
Sea como sea, si hay un tipo de gazapo literario verdaderamente fascinante es el que implica un error ya no sintáctico ni gramatical, sino más bien de contenido. ¿Recuerdas esa famosa escena de la película “Gladiator” en la que se les coló un avión surcando los cielos de la antigua Roma? Pues, a veces, incluso a los autores y autoras literarios más experimentados se les cuelan también cosillas que… en fin, que no deberían estar en esa escena.
El mismísimo William Shakespeare tuvo un desliz cuando en su tragedia “Julio César” hizo que sonara un reloj de campana, pese a que este objeto no existía en los tiempos en que se ambientaba esta obra en cuestión. Aunque podríamos remontarnos aún más atrás en el tiempo para sorprendernos al ver cómo en el “Antiguo Testamento” se habla de la presencia de camellos en una época en que estos animales aún no se habían introducido en la zona.
También en nuestras tierras hay sonores deslices firmados nada más y nada menos que por Miguel de Cervantes, que en su famoso “Don Quijote de la Mancha” hace que Sancho Panza tenga un burro, lo pierda no se sabe cuándo ni cómo y de pronto lo vuelva a tener. Apariciones y desapariciones como por arte de… ¿despiste?
Y pasamos de un burro a una vaca, que es el animal con el que León Tolstói “se hace la picha un lío” en su inmortal “Ana Karenina”. En uno de los pasajes, el personaje llamado Levin se lleva una agradable sorpresa cuando su administrador le comunica que una de sus vacas ha parido. Bueno, sorpresa sería si un poco antes no le hubiese comunicado exactamente lo mismo su cochero (y con exactamente la misma sorpresa por parte de Levin, que o bien era muy peliculero, o bien muy olvidadizo).
En su obra “La Débâcle”, Émile Zola se adelantaba a la película “Freaks” de Tod Browning con esta truculenta descripción: “Más lejos había un capitán con el brazo izquierdo arrancado, el costado derecho perforado hasta el muslo, echado sobre el vientre y que se arrastraba sobre los codos”. Desconocemos cuántos brazos tenía el malherido capitán, pero parece ser que por lo menos tenía tres, a juzgar por ese arrastrarse “sobre los codos” incluso después de que le hayan arrancado el brazo izquierdo.
Y aprovechando que estamos en el entorno marinero, Gastón Leroux nos cuenta en “Dramas marítimos” que “[l]a tripulación del buque tragado por las olas estaba formada por veinticinco hombres, que dejaron centenares de viudas condenadas a la miseria”. Si truculenta era la situación del capitán de Zola, no menos truculenta parece ser la vida sentimental de aquellos veinticinco marineros, que dejaron varios regimientos de dolidas viudas a sus espaldas.
Y, en fin, podríamos seguir con muchísimos más ejemplos, claro que sí, incluso de novelas contemporáneas (no en vano, los gazapos de “El código Da Vinci” nos darían como para varias entradas consecutivas). Pero sirvan estos pocos como constatación de dos realidades inopinables: la primera, que incluso los autores más célebres son imperfectos; y la segunda pero no menos importante, que, en temas de edición, eso de que “muchos cocineros estropean el caldo” no pesa tanto como que “cuatro ojos ven más que dos”.

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