Una vez definidos el qué, el quién y el para qué del mensaje que deseamos transmitir (ver capítulo anterior de nuestra «Guía de escritura eficaz»), nos enfrentamos a uno de los puntos más críticos en todo texto: su estructura. No en vano, la estructura de un texto son sus cimientos y, si no están bien erigidos, se corre riesgo de derrumbe.
Antes que nada, deberíamos hacer una distinción entre la estructura externa y la estructura interna de un texto. La primera consiste en el modo con que los párrafos e ideas esenciales se organizan de acuerdo con la tipología del texto. Así, por ejemplo, la estructura de un texto argumentativo diferirá bastante de la de uno literario, ya que cada cual tiene una finalidad específica que se adhiere a normas específicas. El objeto del texto argumentativo consiste en partir de una hipótesis específica para defender una postura concreta, por lo que necesita una estructura expositiva muy claramente vertebrada y acotada para llegar de A a B, por así decirlo. Los textos literarios, en cambio, con objetivos más amplios y heterogéneos (plasticidad, emoción, intriga, comicidad…) admiten estructuras externas mucho más diversas y abiertas a la ruptura formal.
En todo caso, y por razones de espacio, aquí nos centraremos en la estructura interna básica que todo texto debería presentar, con independencia de su finalidad y tipología. Pero ¿en qué consiste la estructura interna? Básicamente, son las partes o bloques (que no párrafos o ideas esenciales, como en el caso anterior) en que se distribuye la información de un texto, y que suelen reducirse a tres. Veámoslos por orden de ubicación:
– Planteamiento. Aparece justo al principio y con él se presentan al lector las ideas principales que van a desarrollarse luego en el texto (o bien se le presentan escenarios y personajes principales, en el caso de un texto literario). En definitiva, viene a ser una especie de introducción.
– Cuerpo principal. Aquí se desarrollan en profundidad las ideas que antes tan solo se habían presentado de forma general. A lo largo de este bloque (que, obviamente, conforma la mayor parte del texto) se proporcionan datos y ejemplos, se defienden argumentos, se analizan e ilustran hechos, se despliegan diversos puntos de vista… En los textos literarios, y siguiendo la distribución aristotélica clásica, esto se conocería como «nudo».
– Conclusión. Mucho más conciso que el anterior, este último bloque tiene la función (a menudo con fines resolutorios) de recapitular y sintetizar las ideas que se han desarrollado en el cuerpo principal. Dado que estas son las últimas palabras con las que se va a quedar el lector, conviene escogerlas con especial esmero.
Quizá resulte un tanto obvio mencionarlo, pero hay algo que debemos tener muy presente: un texto bien estructurado no solo es de gran ayuda para quien lo redacta, sino también para quien lo lee, ya que encuentra las ideas bien expuestas y, de este modo, las entiende mejor. Es más, te invitamos a que lo compruebes personalmente con esta misma entrada de blog. ¿Está bien articulada según esa estructura interna que acabamos de ver… o corre riesgo de derrumbe?

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