Los escribas medievales llamaban Titivillus al demonio que, de forma malintencionada, introducía errores en sus trabajos copistas. De hecho, se consideraba que el mismísimo Titivillus, muy acorde con sus malas artes, también plagaba de errores su propio discurso, comiéndose letras, sílabas e incluso palabras enteras.
Cabría pensarse que, en plena era digital, quizá no hay ya demasiada cabida para maléficas entidades del averno. ¡Ay, amigos, craso error! Pues, así como la digitalización ha creado nuevos modos más sofisticados de trasladar a texto escrito nuestras ideas… también ha traído nuevos modos de meter la pata en ese sentido. Es más, todo escritor eficaz sabe que una de las fases más importantes del arte de redactar (tan importante como la propia planificación) consiste en revisar el texto para aplicar las correcciones necesarias.
Durante la escritura, siempre corremos el riesgo de incurrir en errores y erratas de todo tipo. A veces, por culpa del factor humano (después de todo, ¿acaso no somos, precisamente, humanos?); otras, por culpa del factor tecnológico (los dispositivos donde procesamos textos no dejan de ser “máquinas” incapaces de discernir según qué matices que pueden llevar a error).
Lapsus, dedazos, redundancias, rimas internas, concordancias erróneas, equívocos, ambigüedades, omisiones… Las posibles meteduras de pata son tan variadas que entran sudores fríos solo de enumerarlas. Por eso importa tanto que revisemos bien nuestro texto, que nos reapropiemos del control que en cierto modo perdemos al escribir y no lo demos todo por bueno en cuanto ponemos el punto final.
Ojo: y cuando decimos revisar, no decimos releerlo para deleitarnos con la melodía de nuestras propias palabras, sino releerlo “con mala sombra, con espíritu crítico”. Si durante la escritura debemos ser exigentes, durante la revisión debemos ser casi tiquismiquis. No basta con pasar el corrector automático del procesador de texto, y arreando. Cierto que eso ayuda, qué duda cabe, y siempre conviene hacerlo… pero también debemos tener en cuenta que muchos errores son tan escurridizos que no hay tecnología que pueda con ellos. Acostúmbrate a dudar del texto (sin pasarte, claro, no vaya a ser que de tanto dudar lo acabes mandando a la papelera, en un ataque de pura frustración). Pero, sobre todo, acostúmbrate a dudar de ti (de nuevo, moderadamente). Muchos errores se cometen por culpa de cierto exceso de seguridad en nosotros y en nuestros conocimientos. Y para muestra, un botón ya clásico a estas alturas: avezados escritores han usado la expresión “se mesó pensativamente la barba” creyendo, por algún motivo, que el verbo “mesar” significa “acariciar” o “sobar con suavidad”. Sin embargo, lo que en realidad significa este verbo es “arrancar el cabello o la barba con las manos, o tirar con fuerza de ellos”. Francamente, cuesta imaginar que alguien se tire de los pelos o se los arranque mientras medita con toda tranquilidad…
Así que ya sabes: nada de autocomplaciencia. Mientras revisas, ponte las gafas de señorita Rottenmeier y conviértete en tu peor enemigo, porque solo así obtendrás los mejores frutos. Como reza el refranero español, quien bien te quiere te hará llorar. Y siempre es mejor llorar cuando aún hay remedio para el problema que, ya a toro pasado, sonrojarte al descubrir que Titivillus ha estado haciendo de las suyas a tus espaldas. O lo que es peor: en tus propias narices.

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