El oficio de escritor es tan gratificante como ingrato. Porque, sí, amigos, escribir tiene mucho de pasión, de locura y de aventura… pero también de oficio, de saber hacer y de técnica. Y, por mucho que tengamos de las primeras cualidades, qué poco nos va a servir si cojeamos en las otras.
Por supuesto, al igual que el movimiento se demuestra andando, el oficio se demuestra escribiendo, echándole muchas horas de darle a la tecla (o al boli, si te gustan más las técnicas tradicionales). Sin embargo, da igual las horas que le eches si no tienes la menor idea de en qué estás fallando. Así que hoy vamos a liberar al Kraken de los errores del escritor novel. O, mejor dicho, a uno de los krakens, porque el tema merece dos entradas por lo menos.
SUBESTIMAR LA PRIMERA PÁGINA
Portada y contraportada aparte, podríamos decir que el primer contacto de un lector con un libro (una vez metido en harina, claro) es la primera página. Y, como dicen que la primera impresión es la que cuenta, qué menos que esa primera impresión esté a la altura. Cuida muchísimo esos primeros párrafos, pues suelen ser los que determinan si el lector seguirá leyendo el resto o si ahí os pudráis tú y tu libro. Huye como la peste de inicios tediosos y pesados que no aportan nada más que indiferencia. Trata de “enganchar”, de intrigar o, por lo menos (y aunque suene más abstracto), de provocar cierto impacto que invite a seguir leyendo. Ya sea a través del humor, del suspense, del miedo o incluso de lo trágico. Será por opciones…
SOBREEXPLICAR LAS COSAS
Y esto vale tanto para la narración en sí como para las descripciones, e incluso para los diálogos. Por supuesto, las cosas hay que explicarlas, pero tampoco hace falta redundar en ellas y subrayarlas con fosforito. Porque no querrás que tus lectores piensen que los tomas por bobos, ¿verdad? Si tu personaje se derrumba, rompe a llorar y dice que está deprimido desde que su mujer lo abandonó, que no piensa más que en morirse, quizá esté de más que acto seguido el narrador diga que “Su estado de ánimo estaba alteradísimo desde que su mujer había hecho las maletas y se había largado. No podía ya más, incluso había pensado en suicidarse”. Quizá algunos lectores tengan déficit de atención, pero ¿también en tan pocas líneas?
SER INCONSISTENTE CON LOS PERSONAJES
Está claro que, en nuestro día a día, todos experimentamos cambios en nuestro estado de ánimo. Pero hay cambios y cambios. Algunos van, digamos, “contra natura” (contra la del personaje en cuestión, se entiende). Si un personaje suele ser reservado y taciturno por naturaleza, igual queda un poco raro que de pronto se ponga a contar chistes. Vale, quizá se ría con algo que cuenta otro personaje. O tal vez incluso él mismo haga un breve comentario mordaz. Pero dudamos mucho que sea el tipo de persona que, yendo de copas con un grupo de gente, de pronto se pone a andar como Chiquito de la Calzada y a decir “¿Te das ‘cuen’?”. Da igual lo achispado que vaya.
Por otro lado, hay una segunda inconsistencia que también se las trae: los nombres de los personajes. Elige bien el nombre de cada uno y pégate a él como una lapa. Queda bastante mal que un personaje se llame Arturo y, tres páginas después, pase a llamarse Antonio (por despiste del autor, que en ese momento no se acordaba de qué nombre había elegido). Y ojo, pues es un error que hemos visto incluso en libros ya publicados.
CAMBIAR EL TIEMPO DE LA NARRACIÓN
Otro memorable número 1 en nuestro “Grandes pifias del escritor novel”. De hecho, es tan habitual que a veces no se libran de él ni escritores con ya cierta experiencia. Y tiene cierto sentido que se produzca, no te creas. Imagínate que empiezas a escribir tu libro o relato en tiempo presente, porque te parece que tiene un estilo muy audaz y con mucho nervio:
“Lola se acerca al cadáver. Lo observa. Lo escupe. Quiere descargar en él todo el odio macerado durante años”.
Sin embargo, por el motivo que sea, tienes que dejar de escribir un par de días o tres, y cuando lo retomas… ¡zas! El error. Por inercia (y por impulsividad, no nos engañemos), ahora te pones a escribir en tiempo presente:
“Tres días después, cuando la policía llamó a la casa de Lola, ella fingió que no estaba en casa. Bajó el volumen de la tele. Se quitó las zapatillas para andar descalza”.
Por supuesto, podemos tener razones para cambiar por voluntad propia el tiempo de la narración. Pero este cambio no tenía nada de voluntario: fue un lapsus con todas las de la ley.
NO DOCUMENTARSE
El mes pasado dedicamos una entrada a diversos gazapos literarios clásicos. Algunos de ellos, tan sonados (nunca mejor dicho) como que Shakespeare hiciera sonar un reloj de campana en “Julio César”, pese a que este objeto aún no existía en los tiempos en que se ambientaba esta obra en cuestión. Pero que Shakespeare no se hubiera documentado no significa que tú también tengas carta blanca para pasar de todo, ¿eh? Si vas a ambientar tu obra en la Alta Edad Media, más te vale documentarte a fondo y no meter la pezuña en el detalle más tontorrón. Y ojo: documentarte no es verte “Los caballeros de la mesa cuadrada” (ni siquiera lo sería verte la película “Excalibur”, que también anda servida de anacronismos), sino indagar en fuentes más fiables. De lo contrario, más te vale ambientar la historia en tu barrio y en la actualidad, que eso lo conoces de primera mano y ahí no te chita nadie.