Puede que no seas muy consciente de su existencia, o incluso que te creas inmune a ellas, pero te aseguramos que siempre están ahí. Ocultas y, a la vez, a plena vista. Insidiosas. Puñeteras. Dispuestas a hacerte quedar mal ante los lectores más avezados. Nos referimos, cómo no, a las llamadas “palabras comodín”, que no vienen a ser sino ese vocabulario un tanto “impreciso” que utilizamos en nuestro discurso (y, lo que es peor, a veces de forma abusiva) cuando en realidad podríamos haber recurrido a algo más “concreto”.
Un ejemplo clásico es el sustantivo “cosa”, que más inespecífico no podría ser. Dependiendo del contexto, hay miles de sustitutos, desde “elemento” hasta “componente”, “objeto”, “entidad”… O incluso otros aún más concretos, claro (ya hemos dicho que el contexto nos marcará las posibilidades).
Y, dado que acabamos de usar el verbo “decir”, aprovechamos para subrayar que este también puede convertirse en otro comodín bastante molesto, sobre todo cuando nuestro idioma nos ofrece un amplio abanico de posibilidades: “afirmar”, “asegurar”, “prometer”, “rebatir”, “declarar”… (De nuevo, y aun a riesgo de ponernos pesados, recordemos que el contexto nos servirá de pista para decidirnos).
En cualquier caso, tan solo se trata de dos ejemplos, pues los hay en abundancia: “hacer”, “haber”, “dar”, “tener”… Ya ves que, cuanto más abstracto y vago es el concepto, peor.
Ahora bien, ¿cómo nos las ingeniamos (aquí podríamos haber dicho “cómo hacemos”, ¡pero qué menos que evitar la palabra comodín!) para esquivar estos elementos en nuestro discurso? Ante todo, deberíamos ser conscientes de su existencia, tanto a la hora de hablar como de escribir. Y créenos: en cuanto sabes que ahí pueden estar, ahí están. Basta con que muestres un poquito de atención a ellos para que, de repente, empiecen a brotar como setas a lo largo y ancho de tus textos. Grábate en audio cuando tengas que dar algún discurso oral y después escúchalo en plan sabueso, a la caza del comodín. Te sorprenderá el resultado.
Respecto a los textos escritos, lo tienes aún más fácil. Cuando acabes de redactarlos, basta con que introduzcas las palabras comodín que se te ocurran en la opción “Buscar y reemplazar” del procesador de textos (que será la que te sirva de sabueso en este caso) y… ¡magia potagia! Allí tenías agazapado un regimiento de diablillos, prestos a dejarte en evidencia.
Y, para finalizar, una pequeña recomendación: tampoco te obsesiones con el tema. O, por lo menos, no fuerces demasiado las “cosas” (sí, hemos vuelto a recurrir al maldito comodín, pero hace ya muchos párrafos de su primer uso). Supongamos que estás articulando un texto de estilo voluntariamente sencillo y cercano. ¿No quedaría un poco extraño que, de pronto, comiences a introducir sinónimos como “inmueble”, “edificación”, “morada” o incluso “residencia” para referirte a lo que hasta entonces no había sido más que una simple “casa”? A veces, una casa es una casa. O, como mucho, una “vivienda”.

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