En los últimos tiempos nos hemos visto bombardeados, a través de los medios de comunicación, por mensajes políticos de todos los colores y formas. Las constantes repeticiones de elecciones, los acuerdos que nunca llegan, las campañas electorales una tras otra… están inundando las programaciones televisivas y radiofónicas de eslóganes políticos. Nuestros líderes no quieren dejar pasar la oportunidad que les brindan los medios de comunicación de masas para hacer llegar sus mensajes y calar en la sociedad.
Aprovechemos este tsunami político para examinar con un poco más de detenimiento el lenguaje utilizado por nuestros líderes en el desempeño de sus funciones. Así, podríamos afirmar que, aunque la mayor parte de su léxico es el empleado en nuestra lengua fuera de este ámbito, existen mecanismos léxicos y fraseológicos que marcan cierta diferencia en la jerga política.
Teóricamente, es un lenguaje que comparte una serie de características con el periodístico; la principal es que debe ser claro, transparente y dirigido a los ciudadanos, que no necesitan de una formación específica para entenderlo. Sin embargo, somos conscientes de que esto ocurre en muy contadas ocasiones, ya que en la mayoría de los casos los discursos políticos se caracterizan por ser crípticos y ambiguos.
Como sabemos, cada profesión tiene su propio lenguaje o jerga, con más o menos tecnicismos; el lenguaje político ha tomado prestadas muchas expresiones provenientes de otros campos de la lengua, como la tauromaquia («tener mano izquierda», «entrar a matar»), la medicina («revulsivo», «paliativo»), la religión («dogma», «redención»), etc. También ocurre que es el propio lenguaje político el que exporta sus expresiones o términos propios, como pasa con «legitimación» o «descalificación».
Un análisis minucioso del discurso político supone descubrir la ideología de la persona que está detrás, aunque cabe apuntar que no se ha llegado a explicar suficientemente la teoría que relaciona el discurso con su ideología subyacente. A pesar de que el mismo Eugenio Coseriu no lo reconocía como un tipo de lenguaje en sí mismo, lo que parece claro es que el lenguaje político tiene una característica y una delimitación definidas: su interlocutor es toda la sociedad.
Para entender este tipo de lenguaje en toda su complejidad, no hay que dejar de lado el contexto en el que se enmarca. Por ejemplo, palabras como «república» o «nacionalismo» no tienen el mismo significado y la misma connotación en una época que en otra y en un lugar que en otro. En consecuencia, no podemos estudiar el lenguaje político y su significado sin tener en cuenta el marco histórico, político, cultural y geográfico en el que se enmarque. Por tanto, se trata de un lenguaje en continuo cambio, lo que lo hace aún más complejo.
Además, encontramos en él multitud de extranjerismos, redundancias, malas sintaxis y malos usos de algunas expresiones que ensucian el discurso y lo convierten en un mensaje difícil de entender. Son palabras llenas de repeticiones, expresiones demasiado largas, discursos deshumanizados, mismos términos con independencia de la ideología que haya detrás, etc.
Al contrario que en la retórica tradicional, en la que el discurso se utilizaba para persuadir al adversario, actualmente el lenguaje político está enfocado a confirmar a los partidarios y a convencer a los indecisos. Además, aparece como una forma de expresión destinada a desviar la atención de o hacia determinados elementos, y consta de tres características esenciales: ambigüedad, polémica y provocación. Lo que esto nos hace ver es que, más que una función informadora o divulgadora, este tipo de lenguaje lo que persigue es la incitación y el despertar emocional y afectivo.
El discurso político se distingue de otras formas de oratoria por el destinatario al que debe adaptarse. Siempre se dirige a una masa no al individuo, aunque a veces lo parezca recurriendo al apóstrofe (figura retórica consistente en expresarse de forma directa y en segunda persona ante un auditorio). Sin embargo, no somos una audiencia pasiva y las palabras de nuestros políticos pueden persuadirnos y decepcionarnos tanto como sus actitudes.
Así, el principal recurso del orador político no son las pruebas ni los argumentos, sino las emociones; se trata, por tanto, de un discurso que no se conforma con ofrecer información, sino que se dirige a los intereses de la gente. Precisamente por este motivo son tan importantes las figuras retóricas en los discursos políticos, ya que son esquemas del lenguaje que dan forma a las expresiones, además de que imprimen emotividad y fuerza al mensaje. Encontramos, por tanto, en los discursos políticos multitud de figuras retóricas, como la anáfora, la reduplicación, el polisíndeton, la hipérbole, la elipsis, la metáfora, etc. Esta última es, sin duda, la más utilizada.
Hay, sin embargo, tres errores que suelen darse en la política cuando se hace uso de estas figuras retóricas: pretender cubrir un vacío de información, insertarlas donde el mensaje no las pide y empeñarse en buscarlas. Además, una de las habilidades que todo político que se precie debería tener a la hora de emplear figuras retóricas es que no se le note, ya que al orador político no se le admiten fisuras en la sinceridad; sin embargo, desgraciadamente, tampoco en esto sacan muy buena nota nuestros políticos.
Por otra parte, otra de las particularidades que más caracterizan al lenguaje político es su léxico, sobre todo los neologismos y sus procesos de formación, tan frecuentes en este ámbito. Encontramos además expresiones y palabras muy generalizadas en el léxico político, como «coyuntura», «diálogo» o «instrumento», y coloquialismos y eufemismos, que son cada vez más usados por nuestro líderes; los primeros para acercar su mensaje a los ciudadanos y hacer que estos se sientan identificados con su modo de hablar; y los segundos para amortiguar el lenguaje y, al mismo tiempo, llenar de vaguedad las palabras, con el fin de dar vueltas sobre algo sin llegar a decir realmente nada. En esto nuestros políticos sí tienen un sobresaliente.

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