Si te decimos que el conocimiento se asemeja al agua, quizá te suene a «boutade», como dicen los franceses. Pero lo cierto es que ambos tienen rasgos en común. Porque, al igual que ocurre con el agua, el conocimiento se absorbe. Y, del mismo modo que aquella, necesita fluir por una sencilla razón: si no lo hace, se estanca.
Dicho esto, no cabe la menor duda de que, si una figura ha resultado determinante para que el conocimiento siguiera fluyendo a lo largo de los siglos, esa ha sido la del traductor. Bueno, con el permiso de copistas, editores, maestros, cuentacuentos de todo pelaje y, por supuesto, los propios escritores.
Pero han sido los traductores quienes han permitido que el conocimiento trascendiera la lengua en la que se había expresado originalmente, para así ponerlo al alcance de otro público al que, en principio, no iba dirigido. Y qué pena que nos olvidemos de ellos con tanta facilidad, pues, de no ser por ellos, jamás habríamos podido leer muchas de nuestras obras favoritas.
Sí, ahora habrá quien afirme que tampoco es para tanto, que cada día hay más gente que sabe inglés y puede leer «Cumbres borrascosas» o el último manual para «dummies» directamente en su idioma original. Pero ¿y las demás lenguas? ¿También dominamos tanto el ruso que podemos leer a Dostoyevski a pelo? ¿O el francés como para leer sin conservantes a Marguerite Duras? ¿Controlamos tan bien el griego clásico que leemos «La Odisea» como si estuviera en nuestra lengua materna?
Lo queramos admitir o no, los traductores han sido esenciales para que el río del saber siguiera fluyendo (qué cursi nos ha quedado, somos conscientes). Y por eso, a modo de homenaje, esta semana haremos un breve repaso a algunos de los más destacados. No están todos los que son, cierto, pero vive Dios que son todos los que están.
SAN JERÓNIMO (347-420 d. C.)
Al santo patrono de los traductores (en cuyo honor, por cierto, se celebra cada 30 de septiembre el Día Internacional de la Traducción) le debemos nada menos que la «Vulgata», es decir, la traducción de la Biblia al latín, que durante siglos pasó a ser la versión oficial de este texto. Pero ojo, porque la labor de san Jerónimo no se redujo a una mera transliteración, sino que más bien constituyó una minuciosa interpretación de los textos originales en arameo, hebreo y griego. «No traduzco palabra por palabra, sino sentido por sentido», afirmó. Y a esa máxima seguimos acogiéndonos en la actualidad.
AVERROES (IBN RUSHD) (1126-1198)
Esta figura andalusí no solo se dedicó a la filosofía y la medicina, sino también a la traducción. De hecho, gracias a él siguió fluyendo el conocimiento griego, esta vez a la Europa medieval e incluso al mundo islámico, pues Averroes tradujo (y comentó) nada menos que las obras de Aristóteles. Y aún diremos más: su labor en este campo se considera tan encomiable y decisiva que la revolución filosófica del Renacimiento no se entiende del todo sin ella.
ÉTIENNE DOLET (1509-1546)
Si comenzábamos nuestra lista con un santo, ahora pasamos directamente a un mártir: Dolet, humanista y traductor francés a quien acusaron de hereje y quemaron en la hoguera por haber publicado una versión del «Hiparco» y del «Axíoco» donde atribuía a Platón una falta de fe en la inmortalidad del alma. A Dolet se lo recuerda mucho hoy por este (letal) desliz, pero también cabe poner en relieve su defensa de la traducción como una llave para el pensamiento crítico y una vía de acceso para ese conocimiento que, repetimos, debe fluir.
«SIR» RICHARD FRANCIS BURTON (1821-1890)
Este polifacético caballero inglés (explorador, geógrafo, etnólogo, soldado, espía, traductor, escritor, lingüista, esgrimista y diplomático, que se dice pronto) centró su labor como traductor no exactamente en lo que consideraríamos respetables obras literarias, sino más bien en otras de contenido polémico o directamente obsceno. De hecho, a él debemos la primera traducción al inglés del «Kama Sutra», así como versiones sin censura de «Las mil y una noches». ¿Cómo te quedas?
CONSTANCE GARNETT (1861-1946)
¿Recuerdas lo que mencionábamos más arriba sobre el autor ruso Dostoyevski? Pues, para muestra, un botón: es gracias a esta traductora inglesa que las obras de grandes escritores rusos como él mismo, Tolstói o Chéjov se pusieron a disposición del público angloparlante. Vale, también se ha criticado que sus traducciones no fueron todo lo depuradas que cabría esperar…, pero qué duda cabe de que desempeñaron un papel decisivo a la hora de popularizar la literatura rusa en todo el mundo.
JORGE LUIS BORGES (1899-1986)
Y cerramos nuestra lista con el famosísimo escritor argentino, que, además de demostrar un incomparable talento para la creación literaria, también lo exhibió en el campo de la traducción. No en vano, dicen que con solo nueve años ya había traducido al español «El príncipe feliz», de Oscar Wilde. Pero cuidado, porque nada se le resistía, como demuestra el hecho de que abordara también las obras de Edgar Allan Poe, Rudyard Kipling, Virginia Woolf o Franz Kafka, entre otros. Según él, sus traducciones se fundamentaban en un postulado muy claro: el de la «feliz y creativa infidelidad». ¿Podría considerarse una perversión del «No traduzco palabra por palabra, sino sentido por sentido» de san Jerónimo? Aceptamos respuestas.
Y debemos cerrar aquí, pero no sin antes pedir disculpas a los muchos traductores (y traductoras, obsta mencionarlo) que nos hemos dejado en el tintero. No es porque los consideremos carentes de importancia, sino más bien por falta de espacio. Jamás tendremos palabras suficientes para agradecerles todo lo que nos han dado y nos seguirán dando. ¡Que el saber siga fluyendo!