A grandes rasgos, podríamos definir “contexto comunicativo” como el conjunto de circunstancias que acompañan a la propia comunicación. Esto incluye los conocimientos y creencias que comparten los interlocutores del intercambio verbal, y que resultan oportunos a la hora no solo de producir, sino también de interpretar tanto el texto como su mensaje.
Debe tenerse en cuenta que toda lengua es heterogénea, en el sentido de que presenta variaciones motivadas por múltiples factores, desde geográficos hasta socioculturales, pasando por el de la propia situación comunicativa. Pero ¿realmente todo esto influye tanto a la hora de producir una escritura eficaz? Claro que influye, y no poco. De hecho, es indispensable que conozcamos bien todos estos factores para saber ajustarnos y adaptarnos de la forma más adecuada (y –repetimos– eficaz) a cada situación comunicativa.
Escoger lo que necesitamos escribir y el mejor modo de escribirlo puede resultar muy complicado si carecemos de un contexto específico. Por suerte, en muchas ocasiones ese contexto nos viene dado por el lector hipotético que tenemos en mente. En otras, son las propias instituciones las que funcionan como contexto, pues han creado lenguajes específicos que tienen pleno sentido y función dentro de ellas.
Solo con que sepamos identificar a nuestro destinatario (y, por tanto, el contexto en el que se inserta), obtendremos valiosas indicaciones de cuáles son sus expectativas, e incluso exigencias, respecto al mensaje y al modo con que espera que lo articulemos por escrito, incluidos tipo de vocabulario, tipo de sintaxis, modo de organizar las frases e incluso los párrafos… Dicho en otras palabras: se nos proporciona toda una “guía de estilo”, por así decirlo, que incluye permisiones y restricciones, aquello adecuado y aquello inadecuado en ese contexto comunicativo. No en vano, la comunicación escrita sigue siendo un acto social, y como acto social tiene sus propios protocolos.
No es lo mismo escribir dentro de un contexto académico (donde hay que plegarse a determinadas convenciones bastante rígidas de formalidad, precisión…) que en uno científico (que nos pide, además, mucho distanciamiento y objetividad) o que en uno familiar (en el que todas las convenciones antes mencionadas se relajan hasta desaparecer). Pero, incluso dentro de un contexto empresarial, donde existe una serie de normas estilísticas que respetar, no será lo mismo elaborar una orden del día (que pedirá mucha concisión y esquematismo) que un informe de proyecto (que, por el contrario, nos pide mayor minuciosidad y una estructura más compleja y bien articulada). Y, del mismo modo, no será igual escribir a una amiga un mensaje de WhatsApp (donde podemos introducir muchas abreviaturas, emoticonos, sobreentendidos, usos irónicos…) que una carta tradicional a nuestro abuelo (quien quizá ni siquiera sepa lo que es un emoticono, y mucho menos reconocerlo e interpretarlo).
Por tanto, queda claro que la escritura eficaz varía en función del contexto, que a su vez se deriva del destinatario y nos marcará qué podemos escribir y cómo (así como las restricciones de los qué y cómo inapropiados). No basta, pues, con redactar un texto gramaticalmente impecable si no sabemos adaptarlo al contexto específico.

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