Las emociones desempeñan un papel básico en nuestro devenir cotidiano. Para bien y para mal. A menudo, de saber autogestionarlas depende nuestra toma de decisiones o incluso el resultado de nuestras acciones. Pero ya no solo hablamos aquí de nuestras propias emociones, sino también de las de los demás. ¿Cuántas veces habrás oído esa frase tan manida de “Soy responsable de lo que digo, no de cómo te lo tomes tú”? Por desgracia, no solo somos responsables de lo que decimos, sino de cómo lo decimos… y normalmente (aunque no siempre) la suma de ambos factores influye en cómo se lo tomen los demás.
Todo esto, que muy a grandes rasgos viene a ser lo que conocemos por “inteligencia emocional”, ha ido adquiriendo una importancia cada vez más decisiva en entornos laborales. Y el ámbito de los servicios lingüísticos no ha sido la excepción a la regla, que digamos. Desde temas de ego hasta de simple desconocimiento de la materia, son diversos los factores que pueden entrar en juego al relacionarnos con quien nos ha hecho un encargo, ya sea como traductores o como correctores.
Cuando tu empleador te pida cuentas respecto a algún aspecto de tu trabajo, recuerda siempre que es fundamental responder de forma muy clara, lógica y respetuosa (y, por tanto, muy profesional). Si, por ejemplo, te exige el trabajo antes de lo convenido, no pierdas los estribos debido al lógico agobio que eso te puede provocar: responde de forma muy diplomática que en realidad ya habíais prestablecido unos tiempos para conseguir el mejor resultado posible, y que temes que de no respetarlos se resienta la calidad del trabajo debido a las prisas (lo cual perjudicará a ambos, claro, pero en última instancia a él)… Es bastante posible que, si le haces ver los contras prácticos de su decisión, logres que se replantee su punto de vista.
Del mismo modo, no sientas que están poniendo en duda tu profesionalidad cuando te interrogan respecto a alguna decisión (o varias… ¡o muchas!) que puedes haber tomado en tu traducción o corrección. Con frecuencia, ese tipo de preguntas surgen de algo tan inocente como el mero desconocimiento. Así pues, no te pongas a la defensiva de antemano. Limítate a explicarte, a dar razones, a ofrecer datos. Y tampoco lo hagas en un tono condescendiente, ni mucho menos sarcástico, procura que sea lo más neutro y respetuoso posible. Insistimos: puede que tu empleador esté preguntando por mero desconocimiento, no por pura desconfianza.
Pero ¿y si, en efecto, todo apunta a que sí está poniendo en entredicho tu trabajo? No malpienses sistemáticamente, pero ojo, porque puede ocurrir. Bueno, en tal caso lo primero que convendrá que revises es quién de los dos lleva razón. Y aquí tenemos malas noticias para ti: puede suceder que seas tú quien no está en lo cierto. En tal caso, lo más deportivo y profesional es admitir tu error, disculparte por ello y, si está en tu mano, justificarlo de algún modo (que no exculparlo). A fin de cuentas, y tirando de un cliché que tiene bastante de cierto: “somos humanos, no máquinas”.
Más peliagudo puede resultar cuando es el cliente quien está equivocado y, pese a ello, se aferra como un percebe a su equivocación. Ocurre a menudo con autores que, tal vez por simple ego, se niegan en redondo a que les toquen ni una coma de su manuscrito. Por supuesto, algo así puede solventarse de forma tan sencilla como es aportando datos objetivos, recurrir a la RAE o al libro de estilo de la editorial (si lo tiene)… En definitiva, recurriendo a un “árbitro neutral”, por así decirlo, a una autoridad que no somos nosotros mismos. Pero, si ni eso funciona, lo útil en este caso sería volver un poco a lo que ya vimos con el tema de los plazos no respetados: hacer ver a nuestro cliente que persistir en el error puede acabar perjudicando la calidad del trabajo… y, lo que es peor, puede redundar en que acaben pagando el pato quienes menos culpa tienen en todo esto: los lectores.
¿Y si tampoco esto funciona? Bueno, quizá enzarzarnos en una lucha dialéctica no sea la mejor idea, pues nos arriesgamos a bajar la guardia a la menor ocasión y acabar perdiendo las formas sin siquiera percatarnos (¡adiós, inteligencia emocional, fue bonito mientras duró!). Insiste de forma educada, racional y profesional… pero hasta donde lo consideres razonable y sano. A partir de ahí, y ya por pura salud mental, puedes valorar si acogerte a otro cliché: “el cliente siempre tiene la razón”. Incluso cuando no la tiene.