En los últimos años, los encargados de adaptar títulos cinematográficos al castellano han adquirido (sobre todo bajo el escrutinio de un público, en teoría, cada vez más conocedor del idioma de Shakespeare) una aciaga fama de «destrozadores» de títulos, cuando no de absolutos «ineptos» que no saben hacer su trabajo. Y aquí debemos subrayar que hablamos de fama popular, no de estatus real. De hecho, tampoco hablamos de «traductores» propiamente dichos (raro es que haya un traductor decidiendo), sino más bien de equipos de los departamentos de marketing y ventas de las distribuidoras. Aunque, por abreviar a lo largo del artículo, y así evitar expresiones engorrosas, nos referiremos a estos como «traductores de títulos», y a esta labor como «traducir».
Sea como sea, francamente, a veces resulta muy difícil no dar la razón a los detractores de estas traducciones castellanas, pues ¿qué oscuro motivo había para que la película “Ice Princess” pasara a titularse “Soñando, soñando… triunfé patinando”? ¿En serio se consideró que tan rocambolesco título sería mucho más comercial e ilustrativo que “La princesa del hielo”? (Ojo: estamos hablando de una época en que “Frozen” ni siquiera existía aún, por lo que no había ambigüedad posible).
¿Hay alguien más «incapaz», puede preguntarse un hipotético y «sufridísimo» consumidor de la versión castellana, que esos traductores de títulos cinematográficos al castellano? ¿Hay alguien menos «preparado» para rendir el debido respeto que merece el original, pardiez? ¿Por qué en España siempre hacemos estas cosas tan rematadamente «mal»? ¡Si hasta mi abuela sabe abrir un diccionario bilingüe y hacerlo mejor!
Pues tal vez convendría preguntárselo, por ejemplo, a Álex de la Iglesia, que vio su “Balada triste de trompeta” convertida en “The Last Circus” para el mercado angloparlante. Pero, claro, si el titulo original remitía a una famosa canción de Raphael a su vez incluida en la propia película, ¿resultarían estas referencias igual de significativas para un público angloparlante que quizá no conoce al artista Raphael, ni mucho menos su canción?
También podríamos preguntarle qué opina a Pedro Almodóvar, cuya “Los amantes pasajeros” se vio transformada en “I’m So Excited!” para el mercado extranjero. Aquí las razones son incluso más claras y se encontrarían en el juego de palabras que aporta el adjetivo “pasajeros”, interpretable doblemente tanto por “ocasionales, eventuales” como por “viajeros de un medio de transporte”. Sin embargo, ¿puede mantenerse ese juego de palabras tal cual en inglés? Difícilmente, y por eso se decantaron por usar como título una canción que tiene cierto protagonismo en el largometraje, y que en cierto modo capta el tono alocado (y sexual) de la propuesta.
El ejercicio de traducir siempre es en cierto modo un trabajo de adaptación, pero podríamos afirmar que aún lo es más el de traducir títulos de películas. Se trata de todo un reto lingüístico en el que se manejan variables muy diversas: lingüísticas, naturalmente, pero también culturales, incluso rítmicas y, cómo no, comerciales. Los títulos deben entenderse adecuadamente, deben ser evocativos y deben vender la película casi al vuelo. Por eso quienes se encargan de ellos no son realmente traductores profesionales, sino equipos de marketing. Y como artefactos de mercadotecnia que son, estos títulos han de ir muy bien engrasados (incluso si eso implica ser contrarios a la más absoluta fidelidad).
Para retomar los ejemplos prácticos, vamos a seguir cometiendo una audacia: no comentar las “horrorosas” traducciones castellanas, sino seguir con las “horrorosas” traducciones inglesas.
Si se hubiera traducido “Balada triste de trompeta” por “Sad Trumpet Ballad”, quizá el público angloparlante habría pensado que se trataba de un dramático biopic dedicado al trompetista de jazz Chet Baker, en vez de la enloquecida historia protagonizada por dos payasos psicópatas que en realidad es.
Un título como “Ocho apellidos vascos” puede carecer por completo, en su traducción literal al inglés, de las resonancias que sí tiene en español, y por eso se optó por el más escueto (e infinitamente inteligible para su público angloparlante) “Spanish Affair”, donde cualquiera capta al vuelo de qué trata la película. ¿En serio significaría algo “Eight Basque Surnames” para un espectador de, pongamos, California? ¿Se molestaría siquiera ese espectador hipotético en leer la sinopsis de la película?
Pero hay más, claro, mucho más: “The Motive” (un título menos literario y aburrido que “El autor”), “Marshland” (un “pantano” siempre es más propio como escenario de cine negro rural que ese abstracto concepto de “La isla mínima”), “Witching and Bitching” (el “chispeante” título inglés de “Las brujas de Zugarramurdi”, topónimo que no significa nada fuera de España y que, además, resulta imposible de pronunciar en inglés)…
Como vemos, por tanto, detrás de toda traducción no-literal en este ámbito suele haber una razón de cierto peso, y raramente atiende a la incapacidad de sus responsables, sino a su conocimiento de lo que puede funcionar o no, lo que puede entenderse o no, en determinados mercados.