En los últimos años, hay una figura que ha ido adquiriendo una relevancia cada vez mayor en el sector editorial: los lectores sensibles o de sensibilidad. Se trata de aquellas personas, profesionales o no, encargadas de asesorar sobre asuntos que escapan a la experiencia del escritor interesado, sobre todo en lo relativo a la diversidad (cultural, de género, de raza, de identidad u orientación sexual, etc.). Dicho en otras palabras, vendría a ser un corrector literario que no se ocupa de errores ortotipográficos, ni de estilo, sino más bien de esos errores “de percepción equivocada sobre una realidad sociocultural” que pueden caer en clichés incómodos y, por qué no decirlo, insultantes para los colectivos en ellos reflejados a su pesar.
Podría pensarse que recurrir a un lector sensible es, en esencia, lo mismo que siempre se ha conocido por “documentarse”. Y, en cierto modo, así es. Pero hay diferencias sustanciales. Si estamos escribiendo una novela ambientada en la Francia del siglo XVIII, un asesor especializado en ese período histórico nos guiará para eliminar anacronismos y errores de documentación aportándonos datos basados en estudios y bibliografías, en sus conocimientos profundos (pero inevitablemente indirectos) sobre la materia.
En cambio, cuando se recurre a un lector sensible, este aporta datos tal vez menos documentados, y por lo general extraídos de su experiencia personal y directa, al pertenecer al colectivo específico reflejado en la obra literaria en cuestión. Veamos un ejemplo muy claro: si estamos escribiendo una novela donde uno de los personajes es transexual, será de gran ayuda recurrir a un lector sensible que conozca el tema de muy cerca, y mejor aún si es de forma personal (es decir, si la persona que nos asesora es transexual).
Lo mismo ocurre cuando manejamos personajes de una raza que no es la propia y cuyas particularidades, por tanto, sería raro que conociésemos de primera mano. Para estos casos, la ayuda de un lector sensible es incalculable, pues nos permite entender el ser y el sentir de esos colectivos para así representarlos de una forma respetuosa y fidedigna. Y no hay mejor modo de evitar clichés trasnochados y prejuicios involuntariamente insultantes.
Claro que la figura del lector sensible no está exenta de polémicas. Al fin y al cabo, ¿esto no es otra muesca más en el rifle de la corrección política? ¿No es un ataque a la libertad de expresión? ¿No es, en el fondo, censura? Pues no. Nadie obliga a ningún escritor a recurrir a lectores sensibles, del mismo modo que nadie obliga a recurrir a correctores ortotipográficos y de estilo. Pero siempre ayuda a afinar la calidad final de una obra, sobre todo cuando nunca había entrado en los planes del autor caer en representaciones que podrían entenderse como sexistas, xenófobas, homófobas y demás. Y nunca se sabe quién puede estar leyendo el libro…

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