Uno de los mayores quebraderos de cabeza a los que se tiene que enfrentar un escritor (y más aún si es novel) consiste en decidir cuáles son las editoriales más apropiadas a las que enviar su manuscrito. Curiosamente, aunque en la actualidad hay una gran oferta de donde escoger, desde grandes grupos empresariales hasta editoriales más modestas e incluso independientes, resulta cada vez más frecuente que los tiempos de espera se prolonguen y, lo que es peor, que los noes se acumulen hasta el punto de desalentar al más pintado.
A veces, los rechazos tienen una objetividad incontestable: obras mal construidas, personajes pobremente concebidos, textos carentes de las más elementales correcciones ortotipográfica y de estilo… en definitiva, productos demasiado endebles.
Otras ocasiones, sin embargo, los rechazos se sustentan en razones de peso quizá un tanto más subjetivas, más resbaladizas. Tal vez la obra ocupe un nicho de mercado demasiado específico que no llega a cubrir la propia línea editorial. O, quizá, aunque el editor reconoce una obra de enorme calidad e interés, la encuentra demasiado arriesgada (en forma o en fondo, o en ambas a la vez) como para lanzarse a publicarla. A fin de cuentas, calidad no siempre es sinónimo de comercialidad. Y, si lo pensamos bien, la mayoría de las editoriales tradicionales persiguen, ante todo, un objetivo: ganar dinero. O, cuando menos, no perderlo.
Llegados a este punto, hay dos opciones: o seguir buscando, por si suena la flauta, o autopublicarse. El problema de la autoedición (o autopublicación) es que arrastra una fama a veces dudosa, pues hay quienes miran por encima del hombro las obras autoeditadas. Consideran que, si un autor ha tenido que pagar dinero de su bolsillo para ver publicada su obra, es por una sencilla razón: porque la obra debe de ser, necesariamente, de menor calidad que cualquier otra que se haya editado por cauces más tradicionales.
Pero se trata de una percepción injusta e infundada, pues ya hemos visto que a menudo la comercialidad no tiene nada que ver con la calidad. Y no son pocos los editores tradicionales que confirmarían esto en petit comité. Aún diremos más: autores como Beatrix Potter, Margaret Atwood, el mismísimo Marcel Proust y nada menos que Virginia Woolf se autopublicaron. Así que, si la señora Woolf no se avergonzaba de ello, ¿por qué deberías tú?
Eso sí, si te decantas por la autoedición, has de saber buscar los servicios de un equipo profesional que sepa ver en tu obra las mismas posibilidades que ves tú, que sepa pulirla y editarla con todas las garantías, y que, por supuesto, os respete a ambos como os merecéis. Por desgracia, también hay empresas de autoedición encubierta que flaco favor hacen, de manera simultánea, tanto a editoriales tradicionales como a empresas de autoedición serias y profesionales. Pero de ellas hablaremos en futuras entradas.