Si tuviéramos que elaborar una lista con las palabras estrella del siglo XXI, aquellas más repetidas y con un mayor impacto popular, quizá habría que incluir el sustantivo “censura”. Seguro que ya sabes a lo que no referimos, porque lo has escuchado y leído en múltiples expresiones: “la censura de lo políticamente incorrecto”, “la censura de las redes sociales”…
Pero ¿hasta qué punto se usa bien esta palabra? Cuando un cómico hace un chiste ofensivo para cierta comunidad y esta decide protestar sobre ello en redes sociales, ¿tiene derecho ese cómico a lamentarse de que ya no se puede bromear sobre nada y que dicha comunidad “lo está censurando”? Cuando el presentador de un programa de máxima audiencia hace declaraciones más o menos polémicas y recibe críticas por ello, ¿puede decir en ese mismo programa de máxima audiencia que ya no se puede hablar sobre nada y que “lo están censurando”?
Si nos vamos al DRAE, técnicamente sí están usando bien el verbo “censurar”, pues la primera acepción es “Formar juicio de una obra u otra cosa”. Y, afinando aún más para el caso que nos ocupa, la segunda acepción reza: “Corregir o reprobar algo o a alguien”. En efecto, ambas realidades podrían encajar en lo que está ocurriendo en tales casos.
No obstante, tenemos la suficiente experiencia (o el culo pelado, si se nos permite) como para saber que, si ese cómico y ese presentador hipotéticos o no tan hipotéticos hubieran querido decir que los estaban “criticando” o “reprobando”, habrían usado esos verbos. En cambio, se decantaron por “censurar”. ¿Por qué? Pues porque ni “criticar” ni “reprobar” tienen ese cierto matiz de agravio, de injusticia, que sí tiene el verbo “censurar”. Y aquí es donde nos tenemos que ir a la cuarta acepción del DRAE, que es aquella en la que estamos convencidos de que ellos pensaban: “Dicho del censor oficial o de otra clase: Ejercer su función imponiendo supresiones o cambios en algo”.
Y ahora retomemos la pregunta: ¿están el cómico o el presentador usando bien esta palabra cuando en realidad se refieren a la última acepción? Por supuesto que no. Para empezar, ninguna de esas voces críticas les estaba “imponiendo” nada, y mucho menos supresiones o cambios. El chiste se hizo y se pudo seguir haciendo. La declaración polémica se verbalizó y se podría seguir verbalizando. Y, desde luego, el sector agraviado que alza su voz en protesta no es ninguna autoridad oficial que esté ejerciendo ninguna función censora: son ciudadanos que están ejerciendo su libertad de expresión al igual que el cómico o el presentador la han ejercido antes (y, con bastante probabilidad, la podrán seguir ejerciendo después).
En cambio, sí hay una censura real que está ocurriendo en estos mismos momentos, pero sobre la que quizá no encontramos tanto eco en noticiarios y columnas de opinión: la censura literaria. Desde 2021, las bibliotecas y escuelas de Estados Unidos están sufriendo continuos casos de libros que se retiran de las estanterías, por razones puramente ideológicas y bajo el amparo de diversos grupos de presión (casi siempre conservadores y grupos de extremistas religiosos). Estados como Misuri, Florida o Utah se han acogido a la legislación para evitar que en esos entornos se difundan libros que abordan ciertas temáticas (desde sexualidad o racismo hasta temas LGTBIQ+): “Gender Queer”, “The Perks of Being a Wallflower” (este incluso se adaptó al cine en 2012), “The Bluest Eye”, “Let’s Talk About It”…
En pleno siglo XXI, casi suena a ciencia ficción, ¿verdad? A algo que podría haberse sacado directamente de “Fahrenheit 451”, la novela de Ray Bradbury. No es de extrañar que, a modo de protesta, la propia Margaret Atwood haya decidido subastar una versión resistente al fuego de su libro “El cuento de la criada” (obra distópica que, por cierto, sale a la palestra una y otra vez en estos tiempos de involuciones que vivimos). O que, también como reivindicación anticensura, se hayan creado clubs de lectura juveniles en los que se leen de forma exclusiva esos libros prohibidos.
Por desgracia, esta oleada de censura ideológica por parte de las autoridades no se limita al territorio del país norteamericano. También en España la estamos viviendo (quizá en menor medida, pero no por ello menos preocupante) en determinados territorios. Sin ir más lejos, el Gobierno valenciano se ha amparado en la misma ideología conservadora para aplicar censura literaria, pero esta vez añadiendo un nuevo componente: la persecución lingüística. De ahí que, por mediación de ciertos ayuntamientos, se hayan suspendido las suscripciones de bibliotecas públicas a toda revista en lengua valenciana, como las infantiles “Cavall Fort” y “Camacuc”, la musical “Enderrock” y las de divulgación general “El Temps” y “Llengua Nacional”. Por otro lado, la Conselleria de Cultura ordenó la retirada inmediata en la biblioteca municipal de Burriana de libros de temática LGTBIQ+ y de educación sexual orientados específicamente al público infantil y juvenil, expulsándolos de la sección que debiera corresponderles para reubicarlos en la zona de adultos. El argumento esgrimido era que consideraban “pornográficos y escandalosos” libros como “El llibre de les families”, “La niña que tenía dos papás” o “Kike y las barbies”.
En realidad, el tema de la censura literaria no es ninguna novedad. Como se suele decir, el conocimiento es poder. Y las autoridades siempre han tenido clarísimo que interrumpir la divulgación de conocimientos constituye un modo perfectamente válido no solo de ejercer ese poder, sino de negárselo al pueblo. Sería interminable la lista de libros censurados a lo largo de la historia, pero podemos mencionar algunos de los más sorprendentes:

  • “Alicia en el país de las maravillas” (Lewis Carrol). Se prohibió en China por mostrar animales con características exclusivas del ser humano (entre ellas, el habla). Una humanización que les pareció escandalosa.
  • “Tintín en el Congo” (Hergé). Durante un tiempo, se prohibió en algunos países por motivos de racismo y xenofobia. Al final, se determinó que aquella visión eurocentrista y más bien paternalista era propia de la época en que se escribió.
  • “El código Da Vinci” (Dan Brown), prohibido en países como Armenia o Líbano por su modo de fabular con determinados pasajes de la vida de Jesús de Nazaret.
  • “La metamorfosis” (Franz Kafka). Este caso resulta particularmente curioso, pues se prohibió por razones opuestas en dos Gobiernos distintos: el nazi lo consideró un libro demasiado incendiario y revolucionario, mientras que el soviético lo tachó de obra ultraconservadora. ¿En qué quedamos?

Por supuesto, obsta mencionar obras que a simple vista quizá podrían sorprender, pero cuya censura en realidad casi se da por hecha debido a su contenido más bien político o incluso sexual, como “Rebelión en la granja” (George Orwell), “Las mil y una noches” (Anónimo), “La Celestina” (Fernando de Rojas), “Persépolis” (Marjane Satrapi) o, como ya comentamos en su día, “Lolita” (Vladimir Nabokov).
Con esto, podemos dejar bastante claro que la censura nunca ha desaparecido del todo, sino que se ha mantenido más o menos viva y con una virulencia mayor o menor en muy diversos países. Pero eso no significa que debamos tomarnos su perpetuación a la ligera. Está bien que la detectemos y la observemos…, pero sin bajar la guardia por considerarla algo que “en realidad siempre ha estado ahí”. Porque, si lo pensamos bien, los censores se parecen bastante al villano de “El nombre de la rosa”: una autoridad que vive anclada en otro tiempo, a la que asusta todo progreso, y que envenena las páginas del saber porque le parece que contienen algo tan “peligroso”… como una sonrisa o una carcajada. Cuando, de hecho, aquí el único peligro son ellos mismos.

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